Desde el AMPA IES ESCULTOR DANIEL nos ponemos en contacto para comunicaros que el lunes día 6 de febrero a las 17:00 en 1º y única convocatoria, tendrá lugar en el Instituto la Asamblea General del AMPA con el siguiente orden del día: · Aprobación del acta anterior · Estado de las cuentas · Memoria de las actividades realizadas en el curso 2021-2022 . Renovación de la Junta Directiva · Propuesta actividades a realizar por el AMPA para curso 2022-2023 · Ruegos y preguntas
ESPERAMOS TU ASISTENCIA Y TUS SUGERENCIAS PARA MEJORAR
El Centro de Estudios Quadrivium nace, como su propio nombre, de la confluencia de cuatro caminos que parten tanto de las ciencias como de las letras. De cuatro profesores con vocación de unir esas cuatro vías aparentemente irreconciliables para ayudar a los estudiantes a encontrar herramientas que desarrollen su intelecto y que les conduzcan al éxito tanto académico como personal.
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Desde el Ampa IES Escultor Daniel hemos programado una charla sobre los proyectos de varias empresas dedicadas al aprendizaje del inglés en el extranjero.
Si estáis interesados en recibir información al respecto podéis pasaros a escuchar a los ponentes y a recibir material informativo de los mismos.
Como en años anteriores, vamos a empezar a renovar nuestro acuerdo con los establecimientos colaboradores que tan amablemente ofrecen descuentos a los socios, a través del carnet del Ampa. Si alguno de vosotros tiene un negocio y está interesado en ofrecer descuentos a los socios,puede ponerse en contacto con el AMPA enviando un email a apaescdan@gmail.com Estaremos encantados de publicitar vuestra oferta entre nuestros socios y en nuestras redes sociales.
Club de lectura. 25 enero 2023 a las 17 h en la biblioteca del instituto. Texto «Interminable noche de los miedos» de Juan Eduardo Zúñiga.
Texto » Interminable noche de los miedos» de Juan Eduardo Zuñiga.
Interminable noche de los miedos
Cubierto del polvo de los caminos en verano llegó y preguntó que por qué le llamaban, pues tiempo tan caluroso no era bueno para venir desde Carabanchel. Calor también parecía tener Ramiro, el rostro con sudor, brillante la frente como si agua le hubiera caído, y los labios, apretados. Sin moverse del zaguán, oyó que por ser el hermano mayor le pidió que viniera en su ayuda: hacía unas noches en la puerta que daba a la calle de San Juan, una voz de mujer cantaba, tal que ponía miedo en el ánimo, y llamaba para que se le abriese. —¿Para esto me has hecho venir? —le interrumpió. El recién llegado fruncía el entrecejo, su mirada iba de Ramiro a la mujer que le saludaba inclinándose y a la hija, que sostenía las riendas del caballo, y sin entender bien lo que oía, exclamó que él no sabía de cantares. Y cuando Ramiro bisbiseó que no era persona viva quien cantaba, las mejillas parecían hundírsele y en las sienes, el pelo se adhería, húmedo: entonces bien comprendió el hermano que eran claras señales de pánico, por lo que dijo: —Alguna vecina desvelada —pero tuvo la negativa: por dos veces habían abierto la puerta y a nadie vieron, sólo un alma en pena podía ser, sin cuerpo, que a través suyo se ve. Al cerrar, volvía la canción. Le hicieron pasar, después de sacudirse el polvo, al comedor y la mujer se apresuró a ponerle una fuente con uvas en agraz y un jarro de agua fría de la que él bebió dos vasos. Se sentaron; contempló a su hermano que con los brazos en tensión apoyaba las manos en las rodillas y escuchó de nuevo el ruego de que le prestara su ayuda aquella noche. Dámaso hizo un movimiento con la mano igual que si espantara moscas y sonrió para tranquilizar a Ramiro. Dijo que él vencería el sueño y quedaría a la espera, dispuesto a comprobar que no era alma en pena, que éstas sólo aparecen en el día de Difuntos y no en pleno mes de julio, y a la vez que hablaba reposadamente, miró a su sobrina, junto a él de pie, que abría los ojos y alzaba las cejas confirmando lo que ocurría; también ella descubría miedo. Dos veces habían entreabierto la puerta y delante no vieron a nadie. Habló la mujer con voz vacilante para decir que mejor no abrirla no fuese un aparecido. La joven casi gritó: —¡No digas tales cosas! ¿Quién podría venir a rondar la casa, a asustar con una canción que se parecía a otras olvidadas? Y Dámaso preguntó cuáles eran esas canciones y la respuesta fue que las que la abuela cantaba, aprendidas de niña cuando estuvo en Lisboa. —Pienso si será la abuela que se alza de la tierra y quiere algo de mí. Hacía calor en la habitación, estaba cerrada la ventana que daba al corral, el aire faltaba a Dámaso. Pensó en la abuela: —Nada querrá de nosotros. De locos sería considerar que es ella quien canta. Aunque ella se llevase a la tumba una grave culpa que ellos conocían y no siempre conseguían olvidar. Era como el murciélago que aletea en el anochecer. Ramiro miraba al hermano. —Ella no estará tranquila en su tumba. Hizo algo que estaba mal. Dámaso vio el gesto espantado en la cara de la joven. —¿La abuela hizo algún mal? ¿Puede salir de la muerte? Su voz sonó demasiado aguda cuando todos hablaban en voz queda. —Calla, hija, no debes saber lo que no es de tu edad. Recordó Dámaso el enérgico rostro de la abuela y el día en que sacaron a la viuda que vivía con ella, del pozo adonde se tiró; usaron ganchos de los que sirven para colgar los cerdos en canal, y al aparecer a la altura del pretil todos dieron un grito: la cara estaba verde, de la boca salía un chorro de agua; se la enterró fuera de la iglesia, pues fue muerte intencionada, como se supo. Quedaron callados. Dámaso mordisqueaba unas uvas; luego, hablaron de la salud de los parientes, del calor, y volvían al silencio como si asuntos reservados les atrajeran. Hubo necesidad de encender dos velas y la mano que prendió el pabilo temblaba, y en la semioscuridad sólo destacaban las caras alrededor de la mesa, que parecían mostrar cansancio. Cenaron más tarde de lo que era costumbre y no levantaron los manteles sino que, mirándose unos a otros, permanecieron sentados largo rato pero ninguno cabeceaba, vencido por el sueño. De cuando en cuando las manos se tendían hacia un vaso de agua que llevaban a los labios. A veces se oía el paso de un coche o un carro por Platerías pero era un ruido muy lejano que les aislaba más en el calor de la estancia cerrada. La campana pequeña de San Nicolás dio once golpes y en los reunidos hubo un movimiento de inquietud y acentuaron el gesto de prestar oído: pasaron unos minutos y de pronto se oyó una voz débil que en seguida aumentó: una cantilena monótona, de una garganta doliente, sonaba próxima, como si estuviera en el zaguán. Todos se levantaron y Dámaso les contuvo y quedó escuchando: era una voz de mujer que se elevaba y decrecía igual a la respiración de quien se ahoga. —Verdad es que bien parece del otro mundo, nunca oí un canto igual. —¿Qué será este maleficio? Ya son tres noches —murmuró la hija. —Lo mejor será abrir, veremos quién es, reprenderemos al que así turba el descanso. Las dos mujeres le pidieron que no lo hiciera, podía entrar alguien temible, pero el hermano mayor con paso rápido fue al zaguán y allí percibió que llamaban con leves golpes. Al correr el cerrojo, el canto cesó. Con un movimiento brusco tiró de la hoja de la puerta y abierta ésta, ante él tuvo la vacía plazuela de San Nicolás, apenas iluminada por una luna en menguante, pero nadie había allí. Miró a un lado y otro y cuando iba a dar un paso fuera, Ramiro le retuvo por el brazo y le pidió que cerrase, a lo que Dámaso contestó que quien cantaba había escapado, probablemente se ocultaba cerca, era una mujer que pretendía asustarles. Escudriñé, cada esquina de la plazuela, la portada de la iglesia y las casas de enfrente pero allí no había rastro de ser humano. Cerró y puso la barra de hierro y todos volvieron al comedor y no bien entraron en el círculo de luz de las velas, de nuevo se oyó la voz con su triste plañido. Durante mucho tiempo se miraron con asombro y escucharon aquella modulación y sus palabras extrañas que no se entendían porque acaso no eran palabras. Ramiro se acercó a Dámaso y se inclinó hacia él: —Hermano, si esa voz es la de la abuela, es que viene a decirme algo: yo no me porté como debía y ella no me perdonó. —Desecha esos temores, Ramiro. No sé quién es, acaso una de esas mujeres que se levantan en sueños y caminan sin despertarse y hasta salen de su casa, y alguien, para hacer hechizos, les corta las trenzas, y al despertar no recuerdan nada y como les falta pelo, pierden la razón. La esposa de Ramiro empezó a hablar: —Yo la miraba hasta que la tapó el humo, me está hablando a mí, ha venido a hablarme de su muerte, oí que cantaba, y ardía. La muchacha se llevó las manos a la cabeza y gritó: —¿Qué está diciendo mi madre? No entiendo lo que nos ocurre. Alguien nos amenaza, quiere entrar en nuestra casa ¡esta noche tan larga, tan aciaga! La madre seguía murmurando: —Por eso no la vemos pero habla en las piedras, está ahí, yo la miré mientras las llamas subían, cantaba algo, me habla de las cenizas… —¿Qué dices de cenizas, tú, mujer? —Ramiro se volvió hacia ella y la escuchaba. —Es su voz, lo sé, era una canción igual a ésta, gritaba, gritaba como los otros dos condenados. —¿Qué estoy oyendo? ¿Fuiste al quemadero de la puerta de Fuencarral? ¿Fuiste sola, a ver una condena? ¿Te atreviste a ir y sabías quiénes eran los condenados? —La había cogido de un brazo y la empujaba pero ella no le respondió y miraba fija a la ventana. —¡Que haya paz! Sosegaos —dijo con energía Dámaso—. No tengáis miedo. Habéis visto que al oír abrir el cerrojo se escondió, será sin duda una lunática de las que salen de noche para maldecir las fuentes. Estad tranquilos. Pero no pestañeaba, respiraba hondamente y estaba concentrada su atención en la melodía, y en que alguien llamaba en la puerta de la calle. La joven se dejó deslizar junto a la mesa y cayó de rodillas: la cara, a la altura del plato con restos de la cena y el pan abierto parecía una máscara, tan atemorizada que daba sollozos. Ramiro volvió a insistir: —Siento que es la abuela, reconozco su voz cuando cantaba, viene porque yo no me callé y dije quién empujó a la viuda en el pretil del pozo, no me ha perdonado. —Ya entiendo de qué vienen tus temores, pero guarda la calma, son tus figuraciones. —Dámaso puso la mano sobre la de Ramiro—. Esta canción que oímos debe de ser de otro país, por eso nos parece tan ajena, pero no ha de atemorizarnos. La madre se había refugiado en la oscuridad de un rincón y allí se lamentaba mientras que los demás permanecían quietos, temerosos de cambiar de postura, las miradas vagaban a la espera de que ocurriera algo, así el tiempo pasaba. Entonces la hija se puso en pie y exclamó: —Comprendo que algo terrible os aflige, pero soy vuestra hija, yo no estoy libre de culpa, también yo cargo con una falta pero no diré nunca qué es, antes morir, no diré nada. El padre se levantó y fue hacia ella para golpearla, o para abrazarla, pero se detuvo ante la excitación de la joven que se mordía las manos, a punto de romper a llorar, y todo su cuerpo tenía un temblor y de la garganta salía un ronquido entrecortado. —¡Hija! ¿Cómo puedes hablar así? ¿Qué has hecho contra mí? Pero no habló más, retrocedió hasta su silla y se sentó, aún preguntando con un ademán a la muchacha, que había dejado caer los brazos, contemplaba el mantel y ahora ya, silenciosamente, lloraba. Los dos hermanos bajaron los ojos como abrumados por una vergüenza: el pabilo de las velas daba un ligero chisporroteo. Y de pronto, la canción calló y lo que oyeron fue un corto grito y unas voces confusas que parecieron alejarse. Hubo un cruce de exclamaciones aconsejando estar a la espera de la voz que tornara a cantar, pero siguió imperando el silencio y las horas eran marcadas por las campanas de Santa María. Cuando la claridad del amanecer entraba por la ventana, Dámaso fue al zaguán seguido de todos, abrió de golpe la puerta y una ráfaga de aire fresco les dio en la cara. Delante de ellos, en el suelo, encontraron un cuerpo tendido, con las ropas revueltas; bajo él, una gran mancha oscura se extendía hasta el umbral de la casa. Los cuatro dieron un paso atrás al ver que era una mujer, inmóvil. La mitad de la cara la tapaba el velo, pero los ojos y la frente quedaban descubiertos: los ojos aparecían fijos en algo, bordeados de sombrías ojeras; en la frente, entre las cejas, vieron una marca negra, como pintada. Y pintada estaba la mano que, abierta, sobresalía de la ropa. Toda la palma la cubrían trazos de dibujos que llegaban hasta los dedos y hasta la pálida piel de la muñeca: en el centro se distinguía una nítida media luna. Dámaso la señaló. Los cuatro la contemplaron atónitos y luego se miraron entre sí y en seguida todos dirigieron sus ojos hacia las casas de enfrente, que tenían cerradas tanto puertas como ventanas. Retrocedieron, cerraron tras ellos la puerta y allí mismo Dámaso les dijo: —¿Habéis visto la mano? —No tuvo contestación pero todos afirmaron con la cabeza—. Es esta mujer la que cantaba. Pero ¿por qué llamaría? ¿La conocíais vosotros? Está muerta. —No la conocemos, no la hemos visto nunca. Se escondió cuando abrimos, no quería entrar. —Hubiera podido venir de día. Cantaba para decirnos algo. Por la mano que tiene sabemos quién es: por eso vendría a esta casa. Es posible que supiera de nosotros pero ¿quién pudo decírselo? —No, nadie sabe nada. Podemos vivir tranquilos. A no ser que alguna de vosotras —Ramiro se dirigió a la mujer y a la hija— haya hablado. Tú, mujer, ¿hablaste con alguien? ¿Has descubierto lo que debe callarse? ¿Contaste que al nacer te llamaron Raisa? —El marido alzaba la voz pero no gritaba. —Yo nunca hablé. Mi nombre es María, siempre me llamaron María. Yo soy cristiana. Por el borde del corpiño sacó un pequeño crucifijo de madera que llevaba al cuello, y lo mostró. —Creyó que la acogeríamos. Acaso venía huida. La mataron aquí, mientras cantaba. La joven contuvo un grito y se tapó la cara con ambas manos. —Escucha, Dámaso. —El hermano le habló en voz muy baja—. Pronto nos preguntarán que por qué está delante de nuestra casa, si tuvimos tratos con ella, si oímos algo, y nosotros… —Nosotros nada sabemos, sólo hemos de decir que nadie llamó a la puerta, nada oímos, estábamos descansando y, al salir, nos ha espantado ver su sangre, y aunque se os quiebre el corazón, diréis que bien muerta está si no era cristiana. Tenemos que callar, olvidaremos a nuestros abuelos y diremos siempre que somos cristianos, igual que los vecinos. Callaremos toda la vida, años y años. Guardaremos el secreto, este secreto que hiere el alma.
El próximo 11 de enero a las 17 h en la biblioteca del IES Escultor Daniel. El texto «El billete de lotería» de Antón Chejov
El billete de la lotería Anton Chejov
Iván Dmítrich, un hombre de clase media que mantenía su familia con unos doscientos rublos al año, estaba muy satisfecho con su suerte. Se sentó en el sofá después de cenar y empezó a leer el periódico. —Hoy me he olvidado de mirar el periódico —le dijo su mujer mientras quitaba la mesa—. Fíjate si han salido la lista de premios. —Sí, sí están —dijo Iván Dmítrich—, ¿pero no había sido ya el sorteo de ese billete? —No, lo compré el martes. —¿Cuál es el número? —Serie nueve mil cuatrocientos noventa y nueve, el número veintiséis. —Bueno… Vamos a ver… nueve mil cuatrocientos noventa y nueve, y veintiséis. Iván Dmítrich no creía en el azar y no le interesaba la lotería y, por lo general, no hubiera consentido revisar la lista de números premiados, pero ahora, como no tenía otra cosa que hacer y el periódico estaba ante sus ojos, deslizó su dedo hacia abajo a lo largo de la columna de números. De inmediato, como una burla a su incredulidad, no más allá de la segunda línea, su mirada se fijó en la cifra nueve mil cuatrocientos noventa y nueve. No pudo creer lo que veía, se apresuró a soltar la hoja en su regazo sin mirar el número del billete y, como si le hubieran tirado un balde de agua encima, sintió que el frío le llegó a la boca del estómago; una sensación terrible y dulce al mismo tiempo. —¡Masha, nueve mil cuatrocientos noventa y nueve, ahí está! —dijo con voz ahogada. La mujer miró su gesto entre asombro y espanto, y se dio cuenta de que no estaba bromeando. —¿Nueve mil cuatrocientos noventa y nueve? —preguntó ella, palideciendo y dejando caer el mantel doblado sobre la mesa. —Sí, sí… ¡De verdad que está ahí! —¿Y el número del billete? —¡Ay, es verdad! El número del billete también. No. ¡Espera! Quiero decir: de todas formas, ¡nuestro número de serie está allí! De todas formas, entiendes… Miró a su esposa, y a Iván Dmítrich se le dibujó una sonrisa amplia, sin sentido, como un bebé cuando se le muestra algo brillante. Ella sonreía también. El hecho de anunciar la serie sin correr a encontrar el número del billete fue tan agradable para ella como para él. El tormento y la expectativa ante la esperanza de una posible fortuna es tan dulce, tan emocionante. —Es nuestra serie —dijo por fin Iván, después de un largo silencio—. Así que es probable que hayamos ganado. Es solo una probabilidad, ¡pero existe! —Está bien, ahora míralo —reclamó ella. —Espera un poco. Tenemos tiempo de sobra para decepcionarnos. Está en la segunda línea desde arriba, por lo que el premio es de setenta y cinco mil rublos. Pero no solo es dinero, ¡es capital, poder! Y si en un momento miro la lista y ahí está el número veintiséis… ¿Qué me dices? ¿Oye, y si realmente hemos ganado? Los esposos comenzaron a reírse, mirándose un buen tiempo el uno al otro en silencio. La posibilidad de ganar los turbaba. No podían ni siquiera soñar para qué necesitaban esos setenta y cinco mil, qué iban a comprar, a dónde irían. Solo pensaban en las cifras nueve mil cuatrocientos noventa y nueve, y setenta y cinco mil, y en las imágenes que brotaban de su imaginación, pero por algún motivo no podían pensar en la felicidad tan cercana. Iván Dmítrich caminó de un lado a otro, con el periódico en las manos, y solo cuando se recuperó de la primera impresión comenzó a dejarse llevar. —¿Y si hemos ganado? —dijo—. Será una nueva vida, un gran cambio. El billete es tuyo, pero si fuera mío, lo que haría en primer lugar, claro, sería invertir veinticinco mil rublos en una propiedad. Una finca, por ejemplo. Diez mil para gastos inmediatos: muebles nuevos, pagar deudas y algún viaje. Los otros cuarenta mil irían al banco para cobrar intereses. —Sí, una finca estaría muy bien —dijo su esposa, sentándose y dejando caer las manos en el regazo. —En algún lugar en las provincias de Tula u Oryol. Así no necesitaríamos una dacha, y además siempre supondrá algún ingreso. En su imaginación comenzaban a amontonarse imágenes, cada una más agradable y poética que la anterior. Y en todas estas imágenes se veía satisfecho, sereno, sano, sentía calidez, incluso calor. Aquí lo tenemos, después de comer una sopa okroshka fría, refrescante, se tumba de espaldas sobre la arena ardiente cerca de un arroyo o en el jardín bajo un árbol de limón… Hace calor… El niño y la niña juegan cerca, cavando en la arena o persiguiendo mariposas en la hierba. Él se duerme dulcemente, sin pensar en nada, sintiendo con todo el cuerpo que no necesita ir a la oficina hoy, mañana o pasado mañana. O, cansado de permanecer quieto, va al campo de heno, o al bosque de setas, o ve a los muzhiks que están atrapando peces con una red. Cuando el sol se pone, coge una toalla, jabón y va hasta el río a darse un baño, allí se desviste con parsimonia, se frota largamente el torso desnudo con las manos, y finalmente se zambulle. Y en el agua, cerca de los opacos círculos del jabón, pequeños peces revolotean y los nenúfares se agitan. Tras el baño hay té con crema de leche y bollitos. Por la tarde un paseo o una partida de cartas con los vecinos. —Sí, estaría bien comprar una finca —dijo su mujer, soñando también, y su rostro revelaba que estaba sumergida en sus propios pensamientos. Iván Dmítrich pensó en el otoño, con sus lluvias y sus noches frías, y también pensó en el verano. En esa época hace falta dar paseos más largos por el jardín y a la orilla del río, para refrescarse bien. Después, beber un buen vaso de vodka y comer seta salada o pepino y después… beber otro trago. Los niños vienen corriendo de la huerta, trayendo zanahorias y rábanos con olor a tierra fresca… Y entonces puede estirarse en el sofá y hojear con parsimonia una revista ilustrada, y cuando sienta somnolencia cubrir su rostro con la revista, desabrocharse el chaleco y entregarse al sueño. Al verano lo sigue un tiempo nublado y sombrío. Llueve día y noche, los árboles desnudos lloran, el viento es húmedo y frío. Los perros, los caballos, las aves… todo está mojado, abatido, triste. Ya no hay paseos; durante varios días no se puede salir y uno tiene que caminar de un lado al otro de la habitación, mirando con desánimo por la ventana gris. Es deprimente. Se detuvo un momento y miró a su mujer. —Sabes, Masha, debería viajar al extranjero —le dijo. Y comenzó a pensar en lo agradable que sería a finales de otoño visitar algún lugar al sur de Francia… Italia… la India. —También a mí me gustaría ir al extranjero, claro —dijo su mujer—. ¡Pero, vamos, comprueba el número del billete! —Espera, espera un poco —contestó. Se paseó por la habitación y continuó pensando. Se dijo, ¿y si viajara con su mujer? Es agradable viajar solo o en compañía de mujeres sin preocupaciones y sin compromiso; esas que viven el momento presente, y no las que están continuamente pensando y hablando de los hijos, temblando de consternación por cada kopek. Iván Dmítrich imaginó a su esposa en el coche con una multitud de paquetes, cestos y bolsas. Todo el tiempo murmurando por algo: quejándose de que el tren le produce dolor de cabeza, lamentando que ha gastado mucho dinero… En cada estación él tiene que correr por el agua caliente, el pan y la mantequilla… Almuerzo no hay porque es demasiado caro… “Ella le reprocharía cada kopek —pensó mirando a su mujer—, porque el billete de lotería es suyo, no mío. Además, ¿para qué querría ir ella al extranjero? ¿Qué es lo que iba a hacer allí? Se encerraría en la habitación del hotel y no me quitaría la vista de encima. ¡Lo sé!”. Y por primera vez en su vida, vio que la mujer había envejecido, se había vuelto fea y olía a cocina, mientras que él era todavía joven, con buena salud, exuberante, incluso podría casarse de nuevo. “Todo esto es absurdo, una tontería —pensó—. ¿Para qué iría ella al extranjero? ¿Qué sabe ella de viajar? No importa, querría ir igual… me lo imagino. Para ella sería lo mismo Nápoles que el pueblo de Klin. La tendría siempre en medio, estorbando. Tendría que depender de ella para todo. Estoy seguro de que en cuanto recibiera el dinero lo guardaría bajo siete llaves, como hacen las mujeres. Lo escondería de mí. Sería generosa con sus familiares y a mí me pediría cuentas de cada kopek”. Iván Dmítrich se puso a pensar en esos parientes. Todos esos hermanos y hermanas, tías y tíos vendrían arrastrándose tan pronto como supieran del premio y llegarían lloriqueando como mendigos, adulando con sonrisas hipócritas y empalagosas. ¡Gente repugnante! Si les das algo, pedirán más; si te niegas, maldecirán, jurarán y te desearán toda clase de desgracias. Iván imaginó a los parientes y sus caras, las que siempre había mirado con indiferencia y que ahora le parecían odiosas, despreciables. “Son unos canallas”, pensó. El rostro de su esposa también le empezaba a parecer irritante y repulsivo. En su corazón surgió un resentimiento contra ella, y pensó con malicia: “No entiende nada de dinero, por eso es tan mezquina. Si ganase el premio me daría cien rublos y el resto lo guardaría bajo llave”. Miró a su mujer, ya no con una sonrisa, sino con odio. Y ella lo miró a él y también en su mirada había ira y odio también. Ella tenía sus propios sueños, sus propios planes, sus propios pensamientos y conocía perfectamente las ideas de su marido. Sabía que él sería el primero en avanzar sobre lo que había ganado. “Es agradable fantasear a costa de los demás —se pudo leer en sus ojos— ¡Ni te atrevas!”. El marido captó su mirada. El odio volvió a agitarse en su pecho y, para herir a su mujer, para desairarla, se apuró a buscar en la cuarta página del periódico y anunció con aires de triunfo: —Serie nueve mil cuatrocientos noventa y nueve, número cuarenta y seis. ¡No veintiséis! La esperanza y el odio desaparecieron de repente e inmediatamente Iván Dmítrich y su mujer encontraron la habitación oscura, pequeña y sofocante. Imaginaban que la cena que hubieran estado comiendo les sentaba mal y pesaba en sus estómagos. Las noches se volvían largas y tediosas. —¿Qué significa este infierno? —dijo Iván Dmítrich, con fastidio—. Por donde vas hay siempre trozos de papel, migas y cáscaras bajo mis suelas. ¡Es que no se barre este lugar nunca! ¡Necesito dejar esta casa, que me lleve el diablo! ¡Me iré ahora mismo y me colgaré del primer árbol que encuentre! FIN Gaceta de San Petersburgo, 1887
A través del programa ICI del Ayuntamiento de Logroño, se va a trabajar en el barrio de la Zona Oeste, al igual que se lleva trabajando en el barrio de Madre de Dios con muy buenos resultados. La idea es crear barrio a través de interconexiones de todas las asociaciones y servicios existentes. Es un proyecto interesante para nuestras familias y para el barrio, nosotros colaboraremos al estar nuestra sede integrada en la zona oeste. Este viernes hacen una actividad de presentación y posteriormente se irán trabajando varios temas, por ejemplo en Madre de Dios hay una comisión de infancia y juventud donde están las Ampas del barrio con otras asociaciones y organismos.
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